miércoles, 11 de marzo de 2009

PUEBLO PERDIDO


TITULO 1º

BAJO LA SOMBRA DEL QUILLAYQUÉN

CAPÍTULO IV

LA HACIENDA

El hombre blanco, alto y letrado, bajó entusiasta desde su corcel y con la poca fuerza que le quedaba enterró con furia el mástil de la bandera de la madre patria sobre el suelo blando. Los que lo miraban comprendieron que tanta energía para ese acto simbólico era un derroche de orgullo y vanidad, típicos de su líder.

Una vez en tierra, se acercó a la carreta de carga y extrajo un bulto envuelto en ceda, el cual descubió con la delicadeza de la madre que descubre el rostro cubierto de su bebé. Era su escudo de armas, construído en base de roble oscuro y tallado por los mejores herreros de España, con su fondo de oro y castillo de piedra, rodeado de una banda celeste con ocho estrellas doradas, sin duda sobrio pero bello... y sobre todo muy apreciado por su dueño.

En esa ocasión, al ser consultado por todos de dónde provenía su linaje, inflando el pecho con orgullo dijo ser de la hermosa Zamora. Desde ese día le llamaron José Zamorano, y más por respeto a su escudo que a su envergadura, le permitieron sin rencores ser el dueño de todos esos parajes y cuan soldado que se inclina ante su comandante, se pusieron a su disposición, para servirle y trabajar ese paraíso terrenal en honor a la reyna de España y a su Dios, que les indicó el camino a tan maravilloso lugar.

A los pocos meses ya se habían construído los primeros caminos en la espesa llanura y se levantó una gran casona, donde habitaba el patrón y sus criados. En su entorno, colindante con un correntoso estero, se alzaron las cabañas de los inquilinos, que trabajaban con manos cayosas y sudor la tierra fértil que ocupaban. Las bestias y aves guardaron su distancia y observaron con temor la llegada de tan formidables personajes. Las mujeres se apiñaban en la ribera más baja a lavar las prendas mientras el patrón observaba sus enormes caderas expuestas, con mirada profunda y cejas alzadas, como quien supervisa su preciado rebaño. El tiempo mostraría sus dotes y debilidades... y más de alguno lloraría por su arrogancia.

Con los años cada vez más personas llegaban solicitando empleo, pero el señor de la hacienda sólo les ofrecía comida y abrigo a cambio de su trabajo en el campo, sembrando, regando, cocechando, talando bosques, construyendo casas, puentes y tranqueras. Y las mujeres hacían sus deberes de casa. Muy pronto la hacienda de Zamorano albergaba a cientos de peones, que tras una larga caminata desde el norte agradecían la hospitalidad de don José.

Pero mientras más personas ocupan un espacio, más problemas se generan... y esta no sería una hacienda diferente a muchas, con rencillas y pelambres, con uniones y rupturas, que obligaron al patrón a cumplir una labor de juez ante tanta anarquía y ausencia de autoridades. Los peones desconformes o expulsados por su mala conducta, fueron formando las bandas de forajidos que luego transformaron el lugar en un sitio no seguro para mujeres jóvenes en edad de merecer. No eran los nativos, los indios los raptores de doncellas, eran los mismos hombres blancos que quicieron hacer de estas tierras un lugar sin ley.

En su desesperación, don José abusando de sus buenos contactos, solicitó al clero que enviara un sacerdote católico a su hacienda, el cual accedió a cambio de un impuesto, una capilla y escuela. Había que recordarles a esos peones que ante todo, Jesús y la divina providencia estaban por sobre todas las cosas.

Pero los problemas no acabarían allí, el clero mostraba su rudeza ante los desórdenes populares y la gente recordó que Dios también era irascible ycomenzaron a temerle al infierno.

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