TITULO 3
HISTORIAS DE PUEBLO
CAPÍTULO XI
AGUARDIENTE
El deseo transformado en costumbre... puede morir sin llegar a ser tradición.
La gente de estas tierras valora el fruto de su trabajo y el sudor de su tierra se llama aguardiente. Once letras para ser feliz un rato, para compartir con los pares, para reir y olvidar las penas.
Nacida del producto de la vid aplastada con manos y pies por la mujer campesina en un sensual movimiento de cuerpo entero, el aguardiente se ha masificado y todos los días, los obreros al ponerse el sol, visitan las cantinas para tomar el delicioso y aromático brebaje nacido de la mejor uva llegada al lugar desde España y Francia.
La deliciosa y dulce moscatel, digna del postre de los dioses, a llenado sarandas y cubas en una faena hermosa llamada por los lugareños como La Vendimia. De ella resulta la chicha dulce y luego el aguardiente.
Pero no esperó el patrón arrepentirse tanto de haber traído vides a estas fértiles tierras. Y es que sus trabajadores están llegando ebrios todos los días al trabajo y eso ha bajado ostensiblemente el rendimiento y producción de su hacienda.
En principio quizo amenazarlos con acusaciones de robo de sus uvas, pero de nada ha servido tal infame amenaza, por que la uva crece por doquier trepándose en los bosques y álamos de cada vecino sin exclusividad alguna. La vid ama esta tierra por que la deja crecer feliz. Hermosas enredaderas de mas de diez metros, se soñaron los hispanos y galos, por que jamás vieron crecer con tanto esmero alguna parra como en Coltauco.
Pero el aguardiente es fuerte, más de cuarenta grados alcohólicos, transparente como el agua y muy fragante. Los alambiques son la construcción de moda y cada vecino desea tener el suyo para producir su reserva privada. Pero el artesano que las construye, cobra su precio en oro.
El diseño es sencillo, debe soportar las altas temperaturas que facilitan el herbor del la uva molida y su vapor será condensado luego para que gota a gota vaya llenando la chuica o recipiente del preciado licor.
Entonces trascendió en toda la zona central que el aguardiente estaba causando graves perjuicios a la población campestre, que los viejos no desean trabajar por quedarse noches enteras bebiendo el aguardiente. La noticia llegó al gobierno y los políticos, como queja de grandes latifundistas y estos no tardaron más de unos días en dictar una ley que prohibió la producción y venta de ese licor tan amado por el pueblo.
LLegaron los carabineros a incautar cientos de chuicos y botellas con el producto y una que otra lágrima de impotencia fue derramada en las cantinas. El pueblo consideró que esta era una exageración y jamás respetaron esa ley, al contrario, ahora cada casa tenía oculta en su patio o en una bodega, un alambique aguardientero, y para no despertar sospechas entre los patrones, a la salida del trabajo siempre alguno le gritaba a otro:
-amigo...lo invito a tomar la once!
ante ese ofrecimiento, siempre había un sí por respuesta.
Y es que la palabra aguardiente tiene once letras, y entonces, la once era un código secreto del pueblo oprimido, que deseaba seguir disfrutando de su bebida favorita.
Los más acomodado creían que la once era tomarse un tecito con un pedazo de pan amasado, acompañado de una sencilla conversación de amigos. De hecho eso siguen creyendo muchos y así lo siguen llamando. Pero la once es otra cosa, es un deseo, transformado en costumbre, que casi muere sin convertirse en tradición chilena.
Con el devenir de los años, el resto del país se enteró de la existencia de esta bebida y quizo acceder a ella, pero la ley seca les hizo ese deseo un trabajo penoso. El contrabando de aguardiente fue muy conocido y reprimido, hasta que grandes empresarios decidieron copiar la formula y dándole otro nombre, lo lanzaron en maza al mercado.
Hoy... y mañana... el aguardiente...la once, sigue siendo una bebida prohibida por mero egoísmo de unos pocos ricos, que prefieren embriagarse con tragos europeos, caros...pero nunca tan buenos como el aguardiente de Coltauco.
CAPÍTULO XI
AGUARDIENTE
El deseo transformado en costumbre... puede morir sin llegar a ser tradición.
La gente de estas tierras valora el fruto de su trabajo y el sudor de su tierra se llama aguardiente. Once letras para ser feliz un rato, para compartir con los pares, para reir y olvidar las penas.
Nacida del producto de la vid aplastada con manos y pies por la mujer campesina en un sensual movimiento de cuerpo entero, el aguardiente se ha masificado y todos los días, los obreros al ponerse el sol, visitan las cantinas para tomar el delicioso y aromático brebaje nacido de la mejor uva llegada al lugar desde España y Francia.
La deliciosa y dulce moscatel, digna del postre de los dioses, a llenado sarandas y cubas en una faena hermosa llamada por los lugareños como La Vendimia. De ella resulta la chicha dulce y luego el aguardiente.
Pero no esperó el patrón arrepentirse tanto de haber traído vides a estas fértiles tierras. Y es que sus trabajadores están llegando ebrios todos los días al trabajo y eso ha bajado ostensiblemente el rendimiento y producción de su hacienda.
En principio quizo amenazarlos con acusaciones de robo de sus uvas, pero de nada ha servido tal infame amenaza, por que la uva crece por doquier trepándose en los bosques y álamos de cada vecino sin exclusividad alguna. La vid ama esta tierra por que la deja crecer feliz. Hermosas enredaderas de mas de diez metros, se soñaron los hispanos y galos, por que jamás vieron crecer con tanto esmero alguna parra como en Coltauco.
Pero el aguardiente es fuerte, más de cuarenta grados alcohólicos, transparente como el agua y muy fragante. Los alambiques son la construcción de moda y cada vecino desea tener el suyo para producir su reserva privada. Pero el artesano que las construye, cobra su precio en oro.
El diseño es sencillo, debe soportar las altas temperaturas que facilitan el herbor del la uva molida y su vapor será condensado luego para que gota a gota vaya llenando la chuica o recipiente del preciado licor.
Entonces trascendió en toda la zona central que el aguardiente estaba causando graves perjuicios a la población campestre, que los viejos no desean trabajar por quedarse noches enteras bebiendo el aguardiente. La noticia llegó al gobierno y los políticos, como queja de grandes latifundistas y estos no tardaron más de unos días en dictar una ley que prohibió la producción y venta de ese licor tan amado por el pueblo.
LLegaron los carabineros a incautar cientos de chuicos y botellas con el producto y una que otra lágrima de impotencia fue derramada en las cantinas. El pueblo consideró que esta era una exageración y jamás respetaron esa ley, al contrario, ahora cada casa tenía oculta en su patio o en una bodega, un alambique aguardientero, y para no despertar sospechas entre los patrones, a la salida del trabajo siempre alguno le gritaba a otro:
-amigo...lo invito a tomar la once!
ante ese ofrecimiento, siempre había un sí por respuesta.
Y es que la palabra aguardiente tiene once letras, y entonces, la once era un código secreto del pueblo oprimido, que deseaba seguir disfrutando de su bebida favorita.
Los más acomodado creían que la once era tomarse un tecito con un pedazo de pan amasado, acompañado de una sencilla conversación de amigos. De hecho eso siguen creyendo muchos y así lo siguen llamando. Pero la once es otra cosa, es un deseo, transformado en costumbre, que casi muere sin convertirse en tradición chilena.
Con el devenir de los años, el resto del país se enteró de la existencia de esta bebida y quizo acceder a ella, pero la ley seca les hizo ese deseo un trabajo penoso. El contrabando de aguardiente fue muy conocido y reprimido, hasta que grandes empresarios decidieron copiar la formula y dándole otro nombre, lo lanzaron en maza al mercado.
Hoy... y mañana... el aguardiente...la once, sigue siendo una bebida prohibida por mero egoísmo de unos pocos ricos, que prefieren embriagarse con tragos europeos, caros...pero nunca tan buenos como el aguardiente de Coltauco.